No sé mucho de M. Es alumna de 1º de Bachillerato de
Humanidades y compartimos un aula de unos 60 metros cuadrados con otros 27
compañeros tres horas a la semana. Soy su profesor de Filosofía. Nunca antes
fui su profesor en la ESO y sólo la conocía de vista. Tampoco había hablado con
ningún compañero sobre ella, ni antes de este curso ni, aunque pueda resultar
sorprendente, en el transcurso del primer trimestre (lo que dice poco del nivel
de trabajo concertado, coordinado, en los centros de enseñanza). De modo que no
tenía de ella juicios previos y lo que sé de ella lo sé a partir de la
observación que de su comportamiento en la materia de Filosofía he ido
realizando en estos meses: de sus escritos (literarios y filosóficos) publicados
en el blog filosófico, de sus intervenciones en clase, de sus silencios y sus
escuchas, etc.
M. es participativa y cuando interviene lo hace de un modo
maduro, lo que es poco corriente, asegurándose de que lo que va a decir añade
algo, aporta novedad, enriquece el diálogo. Se expresa con corrección, tiene un
dominio del lenguaje oral por encima de la media de los chicos de bachillerato,
y muestra además dominio de los componentes no verbales de la comunicación,
mantiene contacto visual con el grupo y sabe utilizar el lenguaje gestual. Le
gusta el rap y lo utiliza con bastante asiduidad para establecer vínculos,
asociaciones, entre su experiencia en el aula de filosofía (algún problema
filosófico, alguna idea o concepto, la posición manifestada por algún compañero
a propósito del debate mantenido en el aula, etc.) con algún fragmento, algún
verso, escondido en esos raps que escucha. Es decir, se atreve a realizar una
tarea que es condición de posibilidad de todo verdadero aprendizaje, y que
aunque pudiera parecer sencilla, por natural, es bastante poco común:
establecer conexiones entre lo académico y el mundo de vivencias que la
conforman. Domina la escritura: en los textos literarios que ha producido para
el Taller de Filosofía y Literatura que tenemos en marcha no sólo ha demostrado
que entiende la diferencia entre la presencia o la ausencia de una coma en un
trozo de texto, sino que es cuidadosa con el lenguaje, con la estructura de la
narración (se nota que hay un esfuerzo por encontrar la forma adecuada). Esos mismos
textos me permiten además inferir en M. una cierta sensibilidad hacia la
belleza. Por último, como M. parece ser muy consciente de su singularidad, es
sensible a la diferencia, a la otreidad: M. es respetuosa con sus compañeros.
Los escucha, los atiende, y ellos la quieren. Esto es lo que puedo decir de M.
Es mi percepción.
Bien. Dos días antes de la primera evaluación, la última
semana de diciembre, M. se interesó por la nota que tendría en Filosofía. No le
dije que tendría un 7, pero le indiqué que tendría una nota por debajo de sus
posibilidades.
En la Junta de Evaluación del grupo de M. hubo algunos
momentos en que, digamos, puse el piloto automático. Nos reunimos en la
Biblioteca y me senté junto al ventanal que da a la puerta de entrada del
centro. Recuerdo que reconocí a T., un viejo alumno al que no veía desde hacía
un par de años. Lo estuve observando un rato, absorto, mientras la reunión
proseguía. En mi mente, las palabras de mis compañeros se convirtieron en ruido
de fondo que acompañaron mis esfuerzos por recordar mi pasado con T. Cuando
volví a la realidad compartida, al sueño de todos, algunos de mis compañeros hablaban
sobre una alumna. Todos en la misma línea. Sus comentarios sobre ella estaban
cargados de fatalismo. Pregunté a mi
compañera de la izquierda. “Hablamos de M. G.”, me indicó. Como no sé los
apellidos de mis alumnos y hay más emes en el grupo, busqué su foto en el
programa PAPAS y...”¿M.? ¡No puede ser!”, pensé. Llevé mi mirada a la fotocopia
del acta de evaluación que tenía delante: un 3, un 4, otro 3, otro más, y otro,
y luego dos suficientes y el 7 en Filosofía. Ahora bien, no eran tanto los
suspensos, esa serie de notas pésimas en la que resaltaba el 7, como los
comentarios de mis compañeros los que realmente no se ajustaban lo más mínimo a
la percepción que yo tenía de M.: “que ya se le avisó de que no hiciera
bachillerato”, “que no se atendió al informe negativo de orientación”, “que
había hecho una mala elección de materias”. Luego he sabido que su Consejo Orientador
de final de la ESO desaconsejaba el Bachillerato.
Fue el instante en que supe que M. G. era M. G.
Hablé con ella para trasmitirle mi sorpresa por sus notas.
Me dijo que no estudiaba lo suficiente, que no se preparaba los exámenes y que
ni siquiera se preocupaba de hacer chuletas un par de horas antes, como otros
hacían (también esto último le producía pereza).
Desde luego, M tiene un problema que espero pueda resolver.
Se trata de un problema de adaptación a una institución que no le interesa. Conozco
a gente como M que finalmente no sobrevivió a la escuela. Pero entiendo que
nosotros, profesores, pedagogos del centro donde estudia M., también tenemos un
doble problema: por un lado, es evidente que no atendemos adecuadamente a
alumnos como M., alumnos singulares, y corremos el riesgo de convertirlos en lo
que llamo alumnos menguantes (el paso por la escuela los empequeñece); por
otro lado, lo que he relatado a propósito de M. denota una incompetencia que
asusta y nos hace pensar en la propia utilidad de la escuela. Veamos, el hecho
de que M. sea una perezosa no es suficiente para explicar lo sucedido. Es
posible, estoy seguro, que las notas de M. son merecidas, en el sentido de que
se ajustan a un sistema de calificación pensado, programado y hecho público (un
sistema de calificación, por otra parte, conocido por M. y al que no ha sido
capaz de adaptarse por el momento). Ahora bien, ese sistema de calificación no
ha servido como sistema de evaluación porque, por un lado, se ha mostrado
incapaz de revelar ciertas virtudes de M., tanto actitudes como habilidades,
que no poseen muchos de nuestros alumnos adaptados y, tampoco, un buen número
de estudiantes universitarios; y, por otro lado, tampoco ha revelado los
defectos, los límites, del propio sistema de calificación. Un buen sistema de
evaluación debería incluir la evaluación del propio sistema.
Nos toca decidir si haremos algo, aunque ahora soy
pesimista. No creo que el curso que viene sea distinto a este en lo sustancial.
No confío en que un suceso como el que relato nos empuje a ofrecer una respuesta
pedagógica coordinada. No vamos a hacer nada. Ni siquiera preguntarnos de vez
en cuando qué estamos haciendo. Y hacerlo juntos. Reproduciremos sin esfuerzo
el curso anterior, es más sencillo. Y entonces, unos y otros, alumnos y
profesores, volveremos
al centro sin vivirlo, ocuparemos las aulas sin hacer escuela, volveremos a
usar palabras que no nos digan y formularemos preguntas que no nos interroguen.
Amartya Sen y Martha Nussbaum defienden que en la “sociedad
moderna, nuestras capacidades emocionales y cognitivas se desarrollan de modo
errático; los seres humanos son capaces de mayores realizaciones que las que
les son permitidas por las escuelas, los lugares de trabajo y las
organizaciones civiles y políticas”. El punto de vista de Sennet (autor de Juntos, de
donde extraigo las citas) coincide con las ideas de Sen y Nussbaum: “las
capacidades de la gente para cooperar son mucho mayores y más complejas de lo
que las instituciones permiten”.
¿Seremos nosotros capaces de agotar nuestras posibilidades
de cooperación trascendiendo los límites que la institución en la que
trabajamos nos impone? ¿Cómo hacer para cooperar nosotros, tan diferentes?
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